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21 octobre 2006 6 21 /10 /octobre /2006 22:18

            Lastimosamente a Carlos Imbécil no se le ocurrió una carrera más productiva que la de filósofo de pacotilla. Cualquiera diría que ese futuro no atraería a nadie, pero Carlos era un burro con impulso, creía tener la razón, y como buen loco no había quién lo convenza de lo contrario, además están los otros brutos, siempre dispuestos a seguir a cualquiera que aparente saber por dónde está yendo y se muestre seguro de su confusión. Así, Carlos pronto encontró un pegote llamado Federico.

            Imbécil estudió leyes y filosofía, para graduarse como doctor en la materia en 1841, en Berlín. En su caso se trataba más de una ironía, ya que él, en verdad, era un enfermador de la filosofía. No pudo ser profesor, ni ayuco, así que se dedicó al amarillismo en un periódico opositor al gobierno. El panfleto fue clausurado en 1843, por lo que Carlacho tuvo que irse con sus disparates a otra parte. En París, el burro se tornó socialista, y su influencia en esta ya de por sí débil arena intelectual llegó a ser tal que desde Carlos Imbécil, el socialismo fue imbécil, ya más de lo que era antes, y en gran medida debido a él y su pegote. La vida de Carlos transcurrió entre fracasos, malas obras, y el mendigar que caracterizaría en el futuro a esta rama contrahecha de la confusión humana.

            Las ideas de Imbécil eran una profana mezcla de economicismo, historicismo, cristianismo bizarro, y todo salpicado con hegelianismo porquería. Las ideas de este tío estaban destinadas a la cloaca intelectual humana[1], pero en una humanidad que colectivamente no sabe contar hasta diez, pues no tendría que extrañarnos que con el paso del tiempo lograra obtener muchos seguidores. Al igual que Marat, en su tiempo, Imbécil tenía talento para largar diatribas, o copiarlas, una de sus más famosas, precisamente, le pertenece al francés: “Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas”. Histérico de nacimiento, con mucha más sensibilidad que raciocinio, Carlos proclamaba el próximo fin del mundo desde que aprendiese las palabras ‘fin’ y ‘mundo’. Como el escándalo tiene audiencia, ayer en el XIX u hoy en el XXI, su obra logró sobrevivir hasta nuestros días. Carlos murió enfermo, pobre, tras engañar a su esposa con la empleada, endeudado ad eternum de su amigo, atragantado en su propio veneno, un 14 de marzo de 1883.

            Maniáticos del poder mesiánico, mentes criminales hambrientas de poder se enamoraron de las cientificistas ideas de Imbécil, así nació el imbecilismo. La idea era muy fácil: todo está mal, todo se irá al demonio. Véanlo ya se acaba, se acaba a la un, se acaba a las do’, se acaba ya, prontito, prontito. Como todo estaba mal, cualquiera podía erigirse en profeta de la-mayor-cantidad-de-gente-posible y llevar a todos esos ingenuos al paraíso. Sí, sí. Imbécil se ufanaba de ser racional y científico, pero creía en el paraíso, donde ya no habrían ‘contradicciones’ (lo que en jerga imbecilista quiere decir: todos seríamos buenos, y por ende, felices). El paraíso es siempre atractivo, teniendo en cuenta lo limitada de la vida del ser humano y que difícilmente podremos satisfacer todos nuestros deseos. Promoviendo el paraíso, Imbécil aseguraba audiencia, a sí mismo y a sus seguidores. Pero hay un límite a lo que el público; exceptuando a los más duros fanáticos, está dispuesto a hacer, por lo que Imbécil necesitaba, y encontró, un demonio, un Satán (shaitan viene del árabe, quiere decir adversario).

            Si alguna religión consideraba pecado el mirar lascivamente a una voluptuosa mujer que bailaba una carnal danza de primavera, pues el imbecilismo consideraba pecado la sola idea de hacer un buen negocio. ¿Escribir una novela para ganar dinero?, ¿ser supermodelo para que te paguen millones por publicidad?, ¿sacar plata de una mina de plata y venderla?, ¿vender petróleo?, ¿gas? Pecado, pecado, todo pecado. Su gran demonio era ‘el capital’ (por lo que su principal obra teórica se llamaba, en otras palabras, ‘el demonio’), que te dominaba y se apoderaba de ti, obligándote a explotar a otros seres humanos. La personas no tienen voluntad dentro del imbecilismo, sólo hacen lo que el demonio quiere que hagan, y son obligados a ser malvaditos. Sólo se podía ganar dinero explotando, decía Imbécil, y explotar era un acto del capital, del demonio.

            Con el paraíso por delante, y con el demonio por detrás, en una realidad descrita como el infierno destinado a desaparecer, Imbécil había confabulado una irrisoria narrativa donde sólo era necesario caminar para llegar al perfecto destino. Fácil, demasiado fácil, nada más perfecto para las mentes poco rigurosas, o los sensiblones ansiosos. Todo está mal, todo es sufrimiento, ¿quién no desearía abandonar eso? Todos, pero como es un cuento, y sólo los muy volubles de mente se lo toman en serio, pues sólo esos, el público objetivo, estuvieron dispuestos a renunciar al infierno de sus fantasías teóricas. Siendo los seguidores del imbecilismo los equivalentes filosóficos de los trekkies (fanáticos de ‘Viaje a las Estrellas’, solitarios, sensiblones, ingenuos, ensimismados, fantasiosos), son igualmente fáciles de identificar. Tienen todo en común, con la excepción de que los trekkies no son peligrosos, los imbecilistas sí.

            Como el imbecilismo no tiene la más mínima noción de economía, todos los gobiernos imbecilistas (sí, los hubo y los hay) quebraron sin misericordia, y sólo fueron capaces de obtener recursos explotando a la naturaleza (recursos naturales en la ex-URSS, prostituyéndose, en la actual Cuba). Como el demonio está en todas partes, todos ellos se sintieron en la libertad de asesinar a diestra y siniestra (2 millones, Cambodia; 60 millones, URSS[2] ; y un triste etcétera). Como la opción es el infierno, dictadores se prolongaron, y prolongan, en el paraíso. Se podría creer que el imbecilismo habría sido finalmente derrotado, siendo su fracaso tan patente, a nivel político, económico y social, pero las religiones, hasta las más imbéciles, no tienen que ver con la razón, son actos de fe. Sugiero: no creer.


[1] Mathew Stewart, en su libro “La verdad sobre todo”, hace, precisamente, esta observación.

[2] Esto según información de Alexander Solzhenitsin.

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commentaires

R
jajajaja. este si que es una obra de arte don Rodri, te pasaste.
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