No me di cuenta lo divertido que era el miedo hasta que lo perdí. Siempre fui un chico impresionable, así fue. La primera vez que lloré en el cine tenía unos tres años, al chico biónico lo habían encerrado en un turril (tonel, pa’ los otros), o algo así, y arrojado al mar, la estaba pasando muy mal, y yo le pegué un empático llanto. También me afectó mucho el ser-planta de la primera versión de “La cosa” (La vi por tele), tanto que no pude ver el final, mis cinéfilos padres me contaron que terminaba bien. En ese entonces tenía cinco años. Supongo que el primer gran escándalo fue “Aliens”. Yo fui a ver una película de ciencia ficción, me gustaba la ciencia ficción, quería ver naves, viajes, otros planetas, o el nuestro en un lejano futuro. En cambio me encontré con un monstruo horroroso (no por nada Giger es un genio del surrealismo tenebroso) con ácido en vez de sangre, los había por montones y ni siquiera mataban a sus víctimas. ¿Alguien se acuerda de esa escena: “Mátenme, mátenme”? Sin olvidar que uno de los personajes era una niña, para despertar el instinto protector de los jóvenes, pero un niño de nueve años sólo podía sentir empatía. Yo no sabía manejar ametralladoras, no podía identificarme con los adultos; ahora, siquiera podría cargar con el peso de una. Aguantamos bastante, pero la familia abandonó el cine cuando los bichos comenzaron a invadir el sector de los ‘buenos’. Desde entonces, y por mucho tiempo, mis pesadillas sólo involucraban a esas criaturas, no importaba la forma, eran aliens (palabra que sólo connota extranjero/ajeno en inglés).
Y los dramas nocturnos, de no poder concebir el sueño, porque, por ahí, cierras los ojos y zas... te duermes, y uno es bastante frágil en las pesadillas, no queremos verlas, ni ser parte de ellas. Dan miedo. Uuuh, eso sería un larga historia, y tal vez hasta creerían que soy cobarde, todo lo contrario. Pero estoy hablando de mentiras, unas que afectaban a esa parte que no puedes controlar, la fantasía. Tú no estás en la película, tú no eres el héroe. Y se vienen los bichos, y había taaaaantos bichos: Freddy Krueger, la cosa, la masa, zombis, pirañas voladoras, asesinos (el padrastro, Jason, el muñeco, etc.) y ¡“Aliens” tenía DOS películas! La fantasía era un lugar muy inseguro para un muchacho como yo, que intuía que sólo podemos crear monstruos si estos eran de verdad. (¿Qué no lo son? Jajajaja, qué ingenuos, no han oído hablar de... mejor ni les cuento. Están ahí.) Mejor no verlos.
En esos tiempos era mucho más cinéfilo que hoy, iba al cine cada vez que podía, y sucedía que, a veces, pues las películas no eran tan amigables como deberían serlo, sobretodo en matinee doble. Ah, vaya sorpresas que había ahí. Supongo que fue la costumbre la que nos llevó, a mi hermano y a mí, a ver “Día de inocentes”. Era una película de asesinatos. Cuando una de las jóvenes atrapadas en la casa lejos de la ciudad (¿les suena familiar?, ¿un tantito? A mí también) cae en un pozo, y todos los cadáveres de los amigos desaparecidos salen a la superficie, yo le dije a mi hermano, casi tres años mayor, lo que toda persona razonable de nueve/diez años le diría a otra: ‘¿nos vamos?’ La respuesta de mi hermano fue y se mantuvo negativa, a pesar del festín de asesinatos que se sucedía en la pantalla. Y no, no me iba a ir sólo, la sala estaba toda oscura. Y ya saben lo que les pasa a los niños que caminan por los sitios oscuros; claro, no iba a ser nada tan terrible como lo que Freddy hacía con los que dormían, pero podría ser algo muy, muy malo. Me quede en mi asiento, quietecito, lamentando y sufriendo un mínimo; aunque no por ello menos real, calvario personal por simples tomadas de pelo en la pantalla. Hasta que llegó el final, ¿lo adivinan? El nombre de la película era “Día de inocentes”, esto podría leerse de dos maneras: la broma/sorpresa consistía en ser asesinado, la elucubración de una mente enferma, o todo era una broma. Resultó que todo había sido falso, mentira, nadie estaba muerto. Todo fue un chistecito de día de inocentes. ¿Y la sangre? Falsa. ¿Y los cadáveres? Falsos. Y yo tuve que soportar a mi hermano, ese fue otro calvario.
Nadie nunca antes tuvo tantas razones para reírse del temor del hermanito menor en la historia de la humanidad. En el antiguo Egipto seguro que los mayores molestaban a los más jóvenes con historias del devorador, la amemait, pero, en esos tiempos llenos de superstición, seguro que él mayor también se lo creía siquiera un poco. Y en la Grecia clásica, pues estoy seguro que había muchos griegos capaces de enfrentarse a una hueste de persas que no se acercaban a ninguna cueva, por temor a escuchar el doloroso lamento de aquellos que habitan en el tártaro. Cuidado que por ahí los muertos te atrapan, intercambiando lugares, engañando a los dioses, y acabando con tu vida. En el animista Japón seguro que habría sido aterrorizado con cuentos de yurei o yokai, mas al caer la noche, al palidecer la luz del sol, estos nombres no habrían sido mencionados con tanta ligereza por los hermanos mayores. Pero en pleno siglo veinte, el hermanito menor que se asustó por la peliculita que resultó ser una broma no tenía ni las más mínima excusa, algo que Leonardo Antezana aprovechó hasta el hartazgo (Yo acuso) y sin piedad.
Hoy en día habría acudido al defensor de la niñez desamparada, en esos días no quedaba otra, creo, así que me comía la vergüenza. Porque la burla era justificada, tenía más que razón de ser, ¿acaso no había sido todo una gran farsa?, ¿acaso no había estado atemorizado por fuegos fatuos? Yo, el aventurero de la noche en mi casa en el campo, en la linde de la civilización (o sea: Cochabamba). Yo, que me enfrentaba en pantalón corto a—no una sino—una centena de hormigas. Yo, que sólo le tenía miedo a esos bichos con muchas, muchas patas, que, científicamente, está comprobado, pueden provocar reacciones químicas que duelen mucho y/o provocar problemas severos, inclusive la muerte (claro, qué se creían). Yo, el más rápido, yo, que ponía mi mano en el hormiguero (con desagradables consecuencias en más de una ocasión), había tenido un patético miedo a mentiritas. Oh, sí, esos días tuve que aguantar los chascarrillos de mi hermano, y las muchas risitas que mi impresionable naturaleza le provocaban, pero ver el final de “Día de Inocentes” tuvo otra consecuencia que sólo yo pude observar. Las películas de miedo, en verdad, provocan miedo hasta un nivel aguantable, por mucho que lo lamentes tú no estás en la pantalla y eso lo sabes muy bien. Cuando eres un buenazo como yo, puedes lamentar en mayor medida las muertes de esas personas ficticias, lo que provoca más temor (sí, también lo pueden llamar cobardía, yo me quedo con buenazo). Sin embargo, es aguantable. Tú no estás ahí, las pesadillas, en cambio, son tuyas, tú eres el protagonista y la eterna víctima de ellas, no tienes salida. Una de las razones para mi temor a las películas de miedo provenía de las pesadillas que me daban. La noche del día que vi “Día de inocentes” no tuve pesadillas.
Internamente, desde entonces, se inició un proceso de curtido, endurecimiento, de mi tolerancia al terror inspirado por una pantalla, lo produjo un razonamiento simple, el cine es falso, ergo: toda película es, en el fondo, un “Día de de inocentes”. Esta arma intelectual me permitió ver películas que previamente no me habría atrevido a tocar. Antes de los quince yo ya había visto: “Alien”, “Aliens” completo, “La cosa” (versión de Carpenter), algunos filmes de asesinatos, alguno con un cruel monstruo, y hasta siquiera uno con comunistas. Ya podía verlo todo, si bien no me apuraba por encontrar películas de terror. A los 14/15 ya pude ‘disfrutar’ de la interminable serie de Freddy Krueger, las mediocres producciones de “Viernes 13”, “Halloween”, o “El padrastro” (Has sido un muy mal niño). Antes de cumplir 18 ya no había en la pantalla nada que pudiese asustarme. Podía ver la película de terror más asquerosa (ya que demasiados directores mediocres han confundido dar asco con dar miedo) sin siquiera inmutarme, estaba vacunado, había desarrollado resistencia, y también había perdido algo.
Desde entonces mis pesadillas se tornaron más abstractas o más concretas, involucraban a cosas extrañas en vez de malvadas criaturas que buscaban destruirme, comerme o—¡horror de los horrores!—insertar su huevo en mí. En miiiiií. Pero ni siquiera eso me llegaba a impactar. Mis sueños tenebrosos estaban habitados por muñecas monstruosas, leones, ejércitos de mendigos o Beyoncé, bailando como en su más reciente video musical ¡Qué horror! Y qué concreto, o abstracto. Las películas ya no podían introducirse en mi mente, ya no como antes. Qué bien, qué mal. A Hollywood también debió de afectarle un proceso similar, ya que no recuerdo tantas películas de terror en los noventa, o los dosmiles, como hubo en los ochentas. ¿Me equivoco? Tal vez. “El Sexto sentido”, “Grito”, “Sé lo que hiciste el verano pasado” o “Sé que votaste por el MAS”, me provocaban risa, aunque “Sexto” tenía sus momentos, y “Votaste” no tenía remedio. No importaba, transcurrían en la pantalla y ahí se quedaban (o en Palacio). Yo, para estos años, ya estaba en mi fase de crítico de cine (1997). Ninguna película me asustaba, como máximo me ponía nerviosito, y brevemente.
De todas las películas que viera a finales de los noventa, principios de los dosmiles, sólo hubo una que vale la pena recordar, desde mi punto de vista. Era la idea lo tenebroso de la misma, lo que provocaba temor, tenía un exceso de crueldades gráficas, mas se apoyaba en un justificado norte oscuro para molestarte, ingresar en tu mente. Los buenos estaban bien representados, en el carismático Laurence Fishburne, los malos tendrían al maleable Sam Neill. La idea era buena, salí del cine sin temblar; aunque tenso, la oscuridad exterior me saludo con sinceridad, y yo contemplé las estrellas preguntándome sobre el orden de las cosas. Por suerte no eran así. ¿No era así? “La nave del terror”, “Event Horizon” por su título en inglés, fue la única peli que me hizo recuerdo, algo y por momentos, cómo me sentía de niño al ver obras creativas de terror. El temor controlado puede ser muy saludable, sin contar que el cerebro en verdad segrega entretenidas drogas que conmueven las neuronas. El hombre que no teme tiene algo de estúpido, y si bien temer no te hace inteligente, tiene que ser inteligente la obra que sí te haga temer. Y yo buscaba esa obra, ahora que ya no era tan fácilmente impresionable, buscaba sin encontrarla. Pedazos de “La puerta al infierno”, “El resplandor”, “Event Horizon”, pedazos buenos, pero y ¿la obra de principio a fin? El resabio de pánico que circulaba por tus venas, preparándote para enfrentarte a la mente humana, para mirar por ese ojo al corazón de la oscuridad. Cerré esa ventana por mucho tiempo. Es que, más peligroso que temer, es creer que no se teme.
Entonces, a fines del año 2000/2001, no recuerdo con exactitud, llegó a mi casa, temprano por la noche, un amigo, Omar. Había venido a compartir un juego, alguien le prestó un Playstation y deseaba mostrarme uno, un tal “Silent Hill”, o “Colina Silenciosa”. Me alegró mucho la noticia, ya que yo ya había oído hablar de él, y tenía mucha curiosidad por verlo y jugarlo, decían que era mejor que, por el entonces famoso, “Resident Evil”. Después me enteré que mi amigo me había gentilmente visitado porque no se atrevía a jugarlo sólo. Los dos ya teníamos 24/25 años, por favor. ¿Cómo resulto ser este juego? Creo que antes prefiero contarles unas historias verídicas. Había un amigo que jugaba todos los juegos, gran parte de su vida consistía en apretar los botones de los extraños mandos de las consolas. Cuando llegó “Resident Evil” él lo jugo, una vez, dos veces. Le encantó. “Resident” era un juego de horror-sobrevivencia, peleabas contra cadáveres vivos, que te acosaban por todas partes, algunas sorpresas saltaban y tú saltabas con ellas. Él también jugó “Resident 2”. Jugaba todo aquello que venía en un disco que pudiese insertar en su consola. Lo jugaba, y los jugaba otra vez si tenía tiempo, algo que no le escaseaba comúnmente (¿hablo de sus notas en la U? Mmm, mejor no). “Resident 3”, también, claro. Pero no pudo jugar “Silent Hill”. No se atrevió.
Otro amigo se casó, muy joven, ¿20?, ¿21? No lo recuerdo. Él tenía una esposa, y una consola. El marido dormía con ella (la esposa no la consola), lado a lado, juntos, pero cuando el esposo comenzaba a jugar “Silent Hill” a ella le asustaba tanto que la primera prohibición que impusiera a su marido fue: prohibirle jugar “Silent Hill”. ¿No me creen? Años más tarde, un tercer amigo se compró “Silent Hill 2”, sólo podía jugar de noche, él, en ese entonces, tenía 33/34 años, su esposa era un poco más joven, ¿30? Adultos, por favor, adultos por donde se los mida. Resumiendo, este marido tampoco pudo jugar “Silent Hill”, a la esposa, ese juego, le horrorizaba. En serio, todo cierto. ¿Qué efecto produjo en mí “Silent Hill”? Me encantó el principio, la música y las escenas prerenderizadas. Eso quiere decir que esa secuencia inicial tenía imágenes con una calidad muy superior a lo que la imagen del juego en sí podía ofrecer. Me gustó la idea con que se iniciaba el juego, pero cuando apareció la realidad que podía jugarse ya no me convencía, yo estaba acostumbrado a los juegos de computadora, muy superiores en imagen a lo que las consolas del momento podían ofrecer. Jamás pensé que este jueguito podría ponerme muy nervioso, la palabra ‘asustarme’ yo no había utilizado en muuucho tiempo, ni siquiera pensé en ella, al menos hasta llegar al colegio de Midwich.
“Silent Hill” era un juego que agarraba desde el principio, sabía todas las reglas de cómo asustar, y las utilizaba con la perfección que sólo podía darle el talento colectivo. Comenzaba con una niebla, que molestaba, te ponía nervioso. En la noche narrativa del juego, te encontrabas corriendo en la incierta dirección señalada por un mapa, las bestias estaban ahí. Te acosaban, te mataban. El principio me puso nerviosito, a pesar de los cuadraditos de los que estaba hecha la imagen. La carrera hacia el colegio me probó a mí mismo que ya estaba atrapado en las tenebrosas garras de la narrativa. A partir del colegio, con los niños/monstruo/poseídos, yo comencé a sentir miedo. Las secuencias infernales, la muerte de Lisa, ¡el hospital! Además estaba la historia, no sólo la acción y proceso del juego, el relato te llegaba, tenía mucho corazón, y mucha crueldad. El final te dejaba un aire de melancolía, mientras la maravillosa sonorización de Akira Yamaoka te hacía compañía.
Salimos, en la realidad era vísperas de año nuevo, noche, estábamos en plena calle, todo era normal, oscura como suelen ser las noches terrestres, y todavía, la tensión acumulada en mi espalda, me perseguía, seguía nervioso, a pesar de la concreta naturalidad que me rodeaba, a pesar de que la fantasía se había quedado en el disco. Los malos sueños habitaban en la oscuridad. Ese año nuevo yo preferí no ir a una insípida fiesta, regresé a casa, a introducirme, nuevamente, en esa magnífica pesadilla: “Colina silenciosa”. “Silent Hill” era sólo una historia; muy buena, contada con los recursos disponibles para una consola, y había logrado entrar en mi mente como cuando era niño, permanecía conmigo, jugaba con mis sentidos, me hizo recuerdo lo que era estar asustado, verdaderamente asustado. Más tarde, mientras intentaba conciliar el sueño, maldije mi perchero, que con ropa y una gorra, parecía una deforme presencia humana, como las criaturas del juego. No me desperté para darle una nueva forma, reordenar la ropa, estaba oscuro. Y ya saben lo que pasa con los simpáticos adultos que caminan por la oscuridad.
“Silent Hill” no me dió pesadillas, ese problema, felizmente, estaba solucionado. Pero el juego era una joya de arte sensorial narrativo del Siglo XX. Lo estudié con empeño y me provocó escribir siquiera dos artículos, uno en inglés, mientras coqueteaba con escribir un libro, un estudio sobre el juego, para aplaudir sonoramente esa magnífica partitura que es/era “Silent Hill”. Fue por este juego que mi interés por el terror se tornó sistemático, desde niño me encantaba Edgar Allan Poe, pero no lograba atemorizarme, simplemente me parecía magnifico por su sensibilidad (El hombre de multitud, Corazón delator). Buscaba ese temblor que había perdido por “Inocentes”. No lo encontraba, pensé que sería una búsqueda inútil, irrecuperable. Me gustó La canción de Kali, de Dan Simmons, buen relato, cruel e interesante. Personajes bien logrados. ¿Miedo? No. Imajica, de Clive barker, director de “Puerta al infierno”. Vaya mundo, muy creativo, provocador, las ideas te cuestionaban, tenía muchos altibajos, buen libro a pesar de todo. ¿Miedo? ¿Qué?, ¿miedo?, no. Claro que no.
Creo que “Día de inocentes” encegueció una parte de mí. Como si esa parte de mi mente lógica hubiese tapiado un sentimiento, como no poder escuchar ciertas notas, y se generaba un hambre por ellas. “Silent Hill” me hizo redescubrir ese magnífico espectro musical que es el terror. Como narrador, como consumidor de narraciones, como habitante de una realidad basada en convenciones inventadas, como personaje de mi propio cuento mental, reencontrar el terror, redescubrir el miedo, contemplar la paleta con que se pintó ese tenebroso cuadro fue para mí una experiencia magnífica. Pocos podrán imaginar lo que significa no poder sentir temor, más allá del ligero susto ocasional, es como tener algo entumecido que no despierta, ya que no hay nada que lo despierte. Percibir aromas, saborear, escuchar notas, tener calor o frío, sentir. Sentir odio, sentir amor, sentir pasión, sentir miedo. La pérdida de cualquier sentimiento debe lamentarse y provoca problemas. Yo había perdido algo, y no me prolongaré sobre la importancia de ese algo, redescubrí el verdadero miedo con “Silent Hill”, gracias por ello. Desde entonces, mi espectro de sensaciones está completo, ahora puedo caminar, recorrer el sendero, sabiendo que no hay una dirección que no conozca, un sentimiento que me sea ajeno.